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Los insultos que más utilizamos en nuestro idioma y lo que revelan del carácter español
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REVELADORES MATICES DE SIGNIFICADO

Los insultos que más utilizamos en nuestro idioma y lo que revelan del carácter español

Un improperio lleva consigo no sólo una importe carga lingüística y significativa, sino la ideología de aquellos que impulsaron que determinada palabra se convirtiese en un término descalificativo

Foto: Existiendo insultos tan sonoros, ¿quién necesita utilizar gestos tan soeces? (Corbis/Morgan David de Lossy)
Existiendo insultos tan sonoros, ¿quién necesita utilizar gestos tan soeces? (Corbis/Morgan David de Lossy)

No es lo mismo ser tonto que un idiota o un cabrón, por mucho que a veces pensemos que son términos intercambiables. Si nos paramos a reflexionar, llegaremos a la conclusión de que los tontos son más inocentes que los cabrones, a los que se les supone un grado mayor de maldad. Por otra parte, un idiota puede ser tanto alguien corto de entendimiento como una persona muy presuntuosa. En resumidas cuentas, cada insulto invoca un universo de matices que nos costaría explicitar pero que entendemos inconscientemente.

Las palabras están cargadas no sólo de significado, sino también de ideología. El problema con multitud de insultos es que su origen está tan lejano de nuestra experiencia que no reparamos en toda la carga que cada uno de ellos soporta. Obviamente, el paso del tiempo ha provocado que nadie que llame a otro “hijo de puta” pretenda herir la dignidad de su madre, pero comprender la etimología de las palabras y evolución nos ayuda a comprender cómo ha cambiado aquello que se considera ofensivo. A continuación nos sumergimos en cinco insultos que utilizamos a menudo pero que no terminamos de entender en toda su plenitud.

Tonto

La RAE dice muchas cosas de ella. Entre otras, que sirve para definir a las personas “faltas o escasas de entendimiento y razón”. Sin embargo, su origen es mucho menos claro. De lo que no cabe duda es que su primera documentación escrita con el significado actual es de alrededor de 1570, como señala Corominas en su 'Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana'. Como recuerda Pancracio Celdrán en su célebre 'El gran libro de los insultos' (La Esfera de los Libros), hay muchos que mantienen que su origen es latino, o bien procedente del latín “tondus” (“vacío”), o bien de “transtrum” (“banco”). En el primer caso, denotaría la capacidad intelectiva del insultado, y en el segundo, que no es más que un mueble inútil: “El tonto tiene vacía la cabeza por carecer de entendimiento, el cual en él es redondo, en oposición de los que tienen buen entendimiento, que llamamos agudos”, señalaba Covarrubias.

No cabe duda de que muchos tenían en mente al utilizar esta palabra a los discapacitados cognitivos, considerados como lo más bajo de la sociedad

Sin embargo, conviene fijarse en la composición fonética de la palabra, que presenta la repetición de una consonante como “t”, al igual que ocurre en palabras como “baba”, “mamá”, titi” o “bebé”. En definitiva, términos utilizados por los niños cuando están aprendiendo a hablar por, se entiende, sus cortas capacidades. Algo que también ocurre con “lelo”, “bobo” o el término despectivo utilizado en Sudamérica, “zonzo”. Una nada casual coincidencia fonética que sugiere que el tonto es, básicamente, aquel que posee una inteligencia no superior a la de un niño de pecho. No cabe duda de que muchos tenían en mente al utilizar esta palabra a las personas con discapacidades cognitivas, consideradas como lo más bajo de la sociedad. En definitiva, el tonto del pueblo, valga la redundancia.

Idiota

La palabra de más bella historia de las que aparecen aquí. “Idiota” evoluciona del griego “idios, iditotes”, que sirve para nombrar “lo privado, lo particular y lo personal”, una raíz que comparte con palabras como “idiosincrasia” o “idioma”. De ahí que muchos mantengan que el “idiota” es aquel que no participa de la vida pública y que sólo se preocupa por sí mismo, algo absolutamente censurable en sociedades como la romana o la griega, donde la participación en el foro era un derecho y un deber.

Celdrán señala que el idiota es aquel “que no se comunica ni entra a formar parte con los demás”, pero que el paso del tiempo lo convirtió en el término utilizado para denominar al “ignorante o profano en algún asunto u oficio”. De ahí, poco a poco, ha terminado derivando en las actuales acepciones del término que recoge la RAE: “tonto o corto de entendimiento” o “engreído sin fundamento para ello”… pero también “que carece de toda instrucción”, un término en desuso. En cualquier caso, es una palabra que nos ayuda a entender que no podemos olvidarnos de nuestras obligaciones sociales.

Gilipollas

Un término de orígenes confusos y del que ya hemos dado buena cuenta con anterioridad. En un pasado artículo explicábamos que probablemente provenga de la voz árabe “yahil”, “yihil” o “gihil”, unida con “pollas”, un dos por uno que no necesariamente hace referencia a los genitales masculinos, como aseguró Camilo José Cela, una visión que, no obstante, muchos comparten hoy en día. Celdrán recuerda que al constituirse como una mezcla de términos entre “gili” (universo gitano) y “pollas” (zona menos noble de la anatomía), evoca “un universo ínfimo, que enmarca al individuo en un campo semántico ingrato”.

Cuenta la leyenda que cuando el trío asomaba por la esquina, los viandantes susurraban “ahí va Gil y sus pollas”, en referencia a las jóvenes

No obstante, existe otra versión sobre el origen del término propia del folklore madrileño y recuperada por páginas de divulgación como Secretos de Madrid. Al parecer, en la época de Felipe III vivió un tal don Baltasar Gil Imón, que se paseaba a menudo por las terrazas y eventos junto a sus dos hijas con el objetivo de buscarles un buen marido, tarea harto difícil por la belleza de las susodichas. Cuenta la leyenda que cuando el trío asomaba por la esquina, los viandantes susurraban “ahí va Gil y sus pollas”, en referencia a las jóvenes, algo que terminó evolucionando en “gilipollas” (hoy puede recorrerse la travesía de Gil Imón al lado de la Ronda de Segovia). Una historia que nos da una buena lección: las palabras no siempre significan lo que parecen.

Hijo de puta

Hay una popular reflexión popular que se pregunta por qué debe ser la inocente madre la que pague las desfachateces de su hijo. Sin embargo, aceptar ello significa estar de acuerdo con las siguientes dos implicaciones: en primer lugar, tomar literalmente una expresión cuyo sentido es figurado (nadie quiere, en realidad, faltar a la madre del injuriada) y, en segundo lugar, dar por hecho de que la prostitución es una vergüenza.

El académico mexicano Guillermo Sheridan escribió en 'Paralelos y meridianos' lo siguiente, denominando a este “un insulto de varias bandas”: “Se insulta al adversario por ser hijo de puta, pero, por metonimia, se insulta a la madre [por puta] y al padre [por permitir ser puta a su mujer]. Es además un insulto gerundial, pues el hijo de puta lo fue al nacer, sigue siéndolo en el presente y lo será aún en el futuro. Un hijo de puta lo es a perpetuidad”. Sin embargo, el hecho de que sea un término que pueda utilizarse de forma cariñosa (“con que te vas de vacaciones, ¿eh, hijo de puta?”) relaja sus implicaciones hoy en día, no tanto en su origen, cuando hacía referencia a uno de los grandes valores medievales: la honradez de la familia y la dignidad del origen. De ahí que lo que hace un milenio podía ser causa de afrenta mayor hoy se responda con un “pues vale”.

Cabrón

Hasta ahora hemos visto cómo los insultos han apelado tanto a los orígenes del injuriado como a la políticamente incorrecta comparación con el discapacitado mental o el egoísmo social del solipsista. Falta la inevitable referencia a la lealtad de la esposa, representada en este “cabrón” que nombra, sin dar más vuelta, la cornamenta que lucen aquellos que han sido engañados. Pero no sólo. Celdrán señala que “Llamamos también cabrón al rufián, individuo miserable y envilecido que vive de prostituir a las mujeres”.

Nos ha quedado un buen catálogo de debilidades medievales: infieles, explotadores, egoístas, ignorantes y descastados

Lo es igualmente aquel que “por cobardía aguanta las faenas o malas pasadas de otro, también de quien las hace”. Así pues, el término no se refiere únicamente al engañado, que podríamos considerar una víctima ingenua de las circunstancias, sino también al diabólico sátiro que causa daño a los demás con mala fe. Nos ha quedado un buen catálogo de debilidades medievales: infieles, explotadores, egoístas, ignorantes y descastados han sido, durante siglos, los que han dado forma a nuestro acervo de insultos.

No es lo mismo ser tonto que un idiota o un cabrón, por mucho que a veces pensemos que son términos intercambiables. Si nos paramos a reflexionar, llegaremos a la conclusión de que los tontos son más inocentes que los cabrones, a los que se les supone un grado mayor de maldad. Por otra parte, un idiota puede ser tanto alguien corto de entendimiento como una persona muy presuntuosa. En resumidas cuentas, cada insulto invoca un universo de matices que nos costaría explicitar pero que entendemos inconscientemente.

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