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El soldado castellano que descubrió de casualidad la olvidada Montaña Sagrada inca
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cómo los españoles conquistaron un imperio

El soldado castellano que descubrió de casualidad la olvidada Montaña Sagrada inca

A fines del siglo XVI, un veterano soldado español y sus doce perros se toparon con una de las poblaciones más fascinantes de la historia, que permanecía oculta en la selva

Foto: Machu Picchu, uno de los sitios arqueológicos más impresionantes del mundo. (Reuters)
Machu Picchu, uno de los sitios arqueológicos más impresionantes del mundo. (Reuters)

Aquí reposan los restos de una criatura que fue bella sin vanidad, fuerte sin insolencia, valiente sin ferocidad y tuvo todas las virtudes del hombre y ninguno de sus defectos.

Lord Byron, epitafio para su perro

Baltasar de Ocampo fue un veterano soldado castellano que un buen día, no se sabe cómo ni por qué, tras un afortunado despiste, se dio de bruces con la famosa fortaleza perdida del Machu Picchu. De esto hace más de cuatrocientos años. Él y una docena de compañeros de fatigas, eran todo lo que (con suerte), quedó de una ambiciosa expedición que a fines del siglo XVI daría con un poblado "en lo alto de una montaña" trufado de edificios suntuosos y que en los últimos años de la resistencia inca, fue un bastión perdido entre las mágicas brumas andinas.

Una veintena de animales de carga para el transporte de la impedimenta y media docena de perros alanos con un peso medio de 40 kilogramos, causaban pavor entre los nativos que al verlos huían despavoridos, eran toda la carta de presentación de aquella tropa condenada a su suerte en un medio de una belleza espectacular. Los alanos del pirineo eran unos molosos imponentes que durante la conquista del Nuevo Mundo desempeñaron un papel determinante en los momentos del crudo ataque y su presencia en vanguardia era temible; los relatos de la época no escatimaban descripciones impresionantes sobre el funcionamiento de estos fieles y nobles animales. Sumados a los caballos, armaduras y arcabuces, contribuyeron al triunfo de unos pocos ante las enormes masas de nativos.

Para cuando Baltasar de Ocampo alcanza accidentalmente la Montaña Sagrada de los Incas queda impresionado por lo inaudito de la magia que emana del lugar; consciente de ello, se postra en oración con sus sorprendidos compañeros de fatigas. La descripción que hace de aquel increíble escenario, aunque parca, es notable por su importancia histórica, pues lo que es clave en todo esto es que quienes reclaman para sí el descubrimiento de la famosa fortaleza inca cuatrocientos años después impostan la realidad a sabiendas de que Ocampo (y esto está ampliamente documentado), ya había hollado este lugar en el que las sensaciones van más allá de las que produce la mística de una contemplación entregada al abandono de los sentidos.

Entrado el siglo XX, el terrateniente cusqueño Lizarraga, que ya había firmado piedras en el lugar para la posteridad, siempre reconoció la primicia de Ocampos y sus “doce” (los perros al parecer no entraban en la contabilidad), no así el norteamericano Hiram Bingham que reivindica el descubrimiento para sí mismo allá en los albores del siglo XX, aunque es indudable que tuvo el mérito de ser la primera persona en reconocer la importancia de las ruinas, divulgando sus hallazgos pese a que los criterios arqueológicos empleados no fueran los más adecuados desde la perspectiva actual, y del enorme expolio al que sometieron aquel enorme tesoro arqueológico.

Auge y caida de Machu Picchu

Ocampo llamó al sitio "Pitcos", lugar que ciertamente existe cerca de Vilcabamba, pero que no se corresponde en absoluto con la descripción geográfica que sin embargo si se ajusta de manera más acertada al emplazamiento donde está situado Machu Picchu. Ocampo indica que en este lugar se habría criado Tupac Amaru, el último gobernador Inca de Vilcabamba. Machu Picchu perdió parte de su importancia al tener que competir con la apertura de un camino más seguro y amplio entre Ollantaytambo y Vilcabamba, el que atraviesa el Valle de Amaybamba, lo que a la postre hizo que la ruta de la quebrada de Picchu fuera a menos y el matorral y las enigmáticas nieblas casi permanentes velaran aquella maravilla arquitectónica.

Salvo Baltasar de Ocampo y sus colegas, los españoles no tenían predilección por aquel monte sagrado, refugio testimonial de los últimos incas

La terrible y durísima guerra civil inca (1530-1532) y la irrupción y avalancha española en la zona de Cuzco hacia 1534 debieron afectar de forma rotunda la organizada vida de Machu Picchu. Los campesinos de la región, los Mitmas, no eran otra cosa que una especie de colonos sin derecho de propiedad, amalgama de diferentes naciones conquistadas por los incas y que habían sido llevados a la fuerza hasta ese lugar para ser esclavizados sin más, cosa que los incas en el momento postrero de su cada vez más caduca influencia en las postrimerías de su efímero imperio de cien años, lamentarían duramente, pues esta masa de desgraciados se echarían encima de ellos en connivencia con los españoles hasta aplastarlos y exterminarlos sin piedad.

Salvo Baltasar de Ocampo y sus colegas, los españoles no tenían una especial predilección por aquel monte sagrado, refugio testimonial de los últimos incas y de su inconmensurable y reconocida obra civil; quizás algunos encomenderos más cercanos al silencio y la belleza del lugar apreciaron la grandeza de esta comunión cielo-tierra. Se sabe de hecho que el tributo de Picchu era entregado regularmente a los españoles una vez al año en el cercano pueblo de Ollantaytambo, y no hay constancia de que fuera recogido in situ en crónica alguna. España tenía otros intereses prioritarios y estratégicos de más calado.

Machu Picchu es el gran símbolo del desarrollo, la gloria y el poderío de las civilizaciones precolombinas. Baltasar Ocampo nunca fue consciente de la importancia de su descubrimiento, pero su perrillo alano “el Bizco”, sí. Había encontrado el paraíso; estaba todo el día retozando en la hierba que lindaba con el recinto ceremonial y “apretándose” las aves de corral que despistadas pululaban por el recinto sagrado. Los nativos estaban que trinaban.

La conquista de un imperio descomunal

La enormidad de la geografía de América del Sur resulta apabullante y descomunal. Todavía hoy no se entiende cómo cuatrocientos españoles a la orden de Pizarro pudieron conquistar un enorme imperio tan organizado y asentado. América recibió lo mejor y lo peor del viejo mundo. La conquista se efectuó en menos de cuarenta años, y con unos efectivos máximos de diez mil hombres –en el momento álgido– se conquistarían más de dos millones de kilómetros cuadrados en lo que abarca desde lo que hoy es Panamá hasta la Tierra del Fuego. Si añadimos a esto los territorios conquistados en lo que hoy es EE.UU (más de la mitad de su actual configuración continental), México y demás países centroamericanos, Roma y Alejandro Magno podrían quedar –sin demérito a su huella histórica– como unos aficionados.

Hay que reconocer que Pizarro y los Trece de la Fama, en su transcendental reunión a cara de perro en aquella solitaria Isla de Gallo en Panamá, tomaron una de las decisiones más increíbles de la historia, conducente a la conquista de un imperio de dimensiones colosales, el inca.

Los incas representaban un poder despótico y militarizado y aquellos pueblos sometidos a su férrea forma de gobierno nos recibieron como libertadores

La creencia de que existía una sociedad bucólica y avanzada en el imperio inca antes de que los codiciosos europeos llegaran se cae por su propio peso. Lo cierto es que los incas estaban repartiendo estopa a destajo y los españoles lo único que hicieron fue aprovechar una coyuntura favorable para atizar a los atizadores, por lo que de la cacareada armonía previa a la invasión española, cero patatero. Los incas representaban un poder despótico y militarizado y aquellos pueblos sometidos a su férrea y brutal forma de gobierno nos recibieron como libertadores.

Este pueblo andino, que dejó una huella imborrable en arquitectura, urbanismo e ingeniería, recibió en Cajamarca en 1533 un golpe de muerte a manos del discutible Pizarro, que aunque fue un enorme líder de incuestionables dotes militares, no era precisamente un dechado de virtudes. La muerte de Atahualpa tras haber llegado a un acuerdo sobre su ingente y colosal rescate es un hecho que avergüenza a propios y extraños. Hasta las leyes de la guerra tienen sus delgadas líneas rojas.

Mientras todo esto ocurría, Baltasar de Ocampo, un soldado de extracción social donde la pobreza campaba a sus anchas, habitaba en el techo del mundo con sus compañeros y su fiel “Bizco” en una burbuja de magia y serenidad. Allá quedarían instalados para los restos, ajenos al mundanal ruido.

España, representada por un grupo de osados, dejaría una huella indeleble en la historia. Desde estas páginas, un saludo entrañable para los que hoy son nuestros hermanos peruanos tras mirar por el retrovisor y con perspectiva histórica.

Aquí reposan los restos de una criatura que fue bella sin vanidad, fuerte sin insolencia, valiente sin ferocidad y tuvo todas las virtudes del hombre y ninguno de sus defectos.

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