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Fordlandia: el delirio de un empresario adelantado a su tiempo
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El padre de la industria automovilística

Fordlandia: el delirio de un empresario adelantado a su tiempo

Su objetivo era construir la plantación de caucho más grande del mundo para EEUU. La Amazonia, era como un coloso sin pies de barro. Pero la obstinación del norteamericano no tenía límites

Foto: Henry Ford, de pie, junto a uno de sus primeros modelos en 1902. (Wikipedia)
Henry Ford, de pie, junto a uno de sus primeros modelos en 1902. (Wikipedia)

Henry Ford es de los pocos ciudadanos del mundo que no necesita presentación. Norteamericano patrimonio de la humanidad y creador de la discutible doctrina del consumismo como vía de obtención de “la paz por el trabajo”, compartía con el no menos famoso Winslow Taylor (padre del Taylorismo) y autor de Principios de dirección científica, Management (1891), posiblemente uno de los mayores expertos en administración de empresas de la primera mitad del siglo XX, la búsqueda a ultranza de la eficiencia en la producción.

Ford asombró a propios y extraños hacia 1914 ofreciendo un salario a sus trabajadores de 5 dólares al día, que en aquel tiempo suponía más del doble de lo que se pagaba a la mayoría de los empleados en el sector. Esta táctica invitaría de manera multitudinaria a los mejores mecánicos del área de Michigan y del resto del país que desertarían en masa hacia la empresa Ford, aportando su capital humano y experiencia e incrementando la productividad a la par que reduciendo los costos de formación. Ford llamaría a este “levantamiento” de mano de obra cualificada a sus competidores, «motivación salarial».

Pero este genio de la optimización de la producción en cadena, filántropo sincero y sin maquillaje, guardián del equilibrio entre la productividad y un comprometido humanismo paternalista hacia los trabajadores, tuvo allá por los años veinte del siglo pasado un desvarío cercano al delirio que más parecía un harakiri o pájara en toda regla que una apuesta calculada y ponderada. Era su dinero, eran sus sueños.

Ubicando un sueño

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Una mañana se levantó inspirado, y como quien quiere corregir una molesta torticolis con una contra postura yóguica, le dio un arrebato y se quedó mirando hipnotizado hacia Brasil. Nevaba en Detroit de lo lindo y el gélido frio local de la época cristalizaba las palabras de los viandantes, lo que acentuaría la contractura de este paladín de las nuevas tecnologías aplicadas a la construcción en serie del automóvil.

Había tenido un sueño. Su objetivo era construir la plantación de caucho más grande del mundo para eliminar la onerosa dependencia que tenía EEUU de los holandeses y británicos, líderes del sector, y de la perversa adicción que tenían los automóviles de llevar esta estratégica materia prima en las ruedas. A la singular intuición empresarial de este adelantado emprendedor, se le escapaba por el ángulo de la tronera, la visión periférica tan necesaria para afrontar una panorámica que rozara la excelencia.

Había abordado un reto de altura sin reparar en las incuestionables habilidades del adversario para afrontar una resistencia a ultranza y además jugando en casa. La Amazonia, era como un coloso sin pies de barro. Pero la obstinación del norteamericano no tenía límites. La letal mirada de la jungla en compás de espera y la cohorte de seres incatalogables que habitaban sus entrañas, aguardaban el primer asalto.

Problemas económicos

Corría el año 1927 y poco después de anunciar el Modelo A, Ford adquirió 2,5 millones de hectáreas de exuberante bosque tropical en medio del Amazonas. Dos millones de dólares de inversión primera (dos mil millones de los de hoy) y un nueve por ciento de comisión sobre las ventas para el gobierno brasileño, harían el resto. Tras varios años la cifra inicial aumentaría a la escalofriante de doscientos millones de monto total invertido; para aquel entonces, un descosido da tamaño natural.

Ansioso por socavar los altos precios de caucho procedentes de las plantaciones asiáticas, Ford se aventuró por su cuenta. La demanda de caucho estaba en su punto más alto en los EEUUy los norteamericanos estaban intentando quebrar el mercado con los modelos de automóviles más novedosos. General Motors, Chrysler y Ford estaban enzarzadas en una lucha a muerte pugnando por el mercado doméstico, y en el horizonte, de puntillas, asomaba en toda su extensión la amenaza fantasma del crack del 29.

Pero volviendo a Brasil, el quijotesco intento de recrear una réplica de un pueblo de Estados Unidos en el corazón de la Amazonía, avanzaba a pasos agigantados y las autoridades locales ya habían expedido profusamente licencias de toda índole. Los sobres para agilizar los permisos de edificación, licencias de actividad industrial y doblegar reticencias e imprevistos, funcionaban a pleno rendimiento adquiriendo formas aerodinámicas por la celeridad e impulso que daban a los renuentes funcionarios que se dejaban querer.

Ford sabía que uno de los componente clave de su éxito pasaría por mantener a los trabajadores contentos. Hizo casas para ellos con las tejas típicas de las construcciones de Cape Cod y equipadas con todas las características para evitar depresiones e incomodidades que les pudieran disuadir de salir corriendo en dirección opuesta. Soñaba con una plantación de 1.000.000 árboles de goma y una estimación de mano de obra de 50.000 trabajadores mitad locales, mitad importados. Pero la utopía no duraría. Los trabajadores foráneos, los de los Estados Unidos, no podían soportar el calor, la pegajosa humedad, los inmisericordes mosquitos tamaño king size, arañas descomunales bajo las almohadas, y el aislamiento de vivir en el medio de la selva, a pesar de la amable arquitectura familiar.

El micro mundo de Fordlandia

Los primeros años de la colonia estuvieron plagados de basuras a la intemperie, peleas multitudinarias motivadas por elementos de amalgama como el calor, el alcohol y las peleas por conseguir los favores de las féminas. La violencia y el desenfreno se iban asentando con la connivencia de las autoridades locales y la consiguiente desesperación de los rubicundos yanquis.Greg Grandin, el autor de Fordlandia: Auge y caída de Henry Ford(Picador), hace un diagnostico irrefutable sobre esta quijotesca aventura empresarial.

Henry Ford, el hombre más rico del mundo, compró una extensión de tierra dos veces el tamaño de Delaware en medio del silencio más vital que ser humano haya hollado. Más allá de la perentoria obtención de la goma, el proyecto se desarrolló rápidamente en un ambicioso intento por exportar a la propia Norteamérica el preciado material elaborado. Junto a los campos de golf, tiendas de helados, quioscos de música, agua corriente, hospital, alcantarillado y la pulcra disposición de los servicios públicos periféricos, la última generación del Modelo T, ya estaba rodando por sus anchas calles.

Fordlandia fue el nombre del asentamiento y rápidamente se convirtió en el paradigma de un choque épico. Por un lado estaba el magnate del automóvil, uno de los diez hombres más ricos del mundo, el hombre que redujo la producción industrial a un juego de Lego; por el otro, la Amazonia, exuberante, enigmática y avasalladora, el sistema ecológico más complejo del planeta. La colosal lucha de Ford para imponer el reloj del tiempo, pronto se derrumbaría habida cuenta de que los trabajadores indígenas, rechazando el puritanismo importado del medio oeste, convirtieron el lugar en el despropósito que todo latino interpreta como vida muelle. Alegres casas de pecado, bares en los que redimir las infracciones cometidas, timbas callejeras o a resguardo, turnos que no se respetaban en la factoría, intoxicaciones etílicas paranormales, en fin, un catálogo del alma humana en plena efervescencia.

Pero no solo era eso, la batalla antológica se daba en otro frente. Los límites de la selva eran inexpugnables. Esta se resistía con todo lo que tenía a su alcance. Si un día se le arañaban dos hectáreas, al día siguiente la silenciosa jungla daba cuenta de otros dos, fagocitando calles, farolas, plazas, etc. Los restos del ingeniero Jimmy Wallace, que a la altura del mes de mayo llevaba desaparecido dos días, fueron encontrados en la oronda tripa de una pitón cuando los cocineros buscaban carne para hacerle un guiso al personal. En fin, el desiderátum, el non plus ultra, rien va plus. Tela, que diríamos aquí.

La parábola radicaba en que el arrogante intento de un hombre de someter con su voluntad el mundo natural, se daba de bruces con la colosal inmensidad de un espacio invencible. El gran engaño de Ford estribaba en que creía que la Amazonia podría ser domesticada por las amorales fuerzas del capitalismo sin reparar en que una vez liberadas estas, actuarían como caballos desbocados y fuera de control.

La magia del hombre blanco en la selva

The Washington Post y el New York Times hablaban sin pudor de “la magia del hombre blanco en la selva” y de “la herramienta definitiva para doblegar el monopolio británico del caucho”. Pero la utopía no duraría, a pesar de las enormes comodidades diseñadas ad hoc.

Para abundar en la mala suerte del proyecto, siete plagas bíblicas casi consecutivas acabaron con la incipiente expresión de vida de los prometedores arbolitos de goma que en medio de aquel desatino, querían elevarse sobre la estulticia humana y conseguir acercarse al sentido último de su destino.
En 1933, Ford golpeó de nuevo. Tras el fracaso de la factoría de Santarem, lo intentó a 80 millas de distancia de la base original y en un lugar llamado Belterra. Cinco escuelas, un modesto hospital y un diseño habilitado para una población de 7.000 personas, sería su nueva apuesta. Un micro mundo con sastres, panaderías, campo de golf, piscinas, etc, actuarían a modo de plan B tras el humillante fracaso de Fordlandia.

Fordlandia nunca produciría nada, y Belterra no dio más que 750 toneladas de látex, muy lejos de las 38.000 toneladas previstas que Ford estimaba como cifra idónea para atender su demanda de producción anual de neumáticos. La inmensa mayoría de las estructuras de la construcción de Belterra y Fordlandia permanecen mudas abrazadas por la selva como testimonio de la soberbia sometida. Railes y estaciones de ferrocarril, puesto de policía y cuartel del destacamento militar, hospital, galpones, casinos, etc, están hoy habitados por inquietantes sonidos incatalogables. A lo mejor, es cierto que el hombre es el único ser vivo que no se entera de que no vive en armonía con su tierra madre, Gaia.

En 1945, Ford se retiraría de Brasil tras 17 años de un esfuerzo ímprobo y un tesón digno del mejor empresario que fue, de su época. Doscientos millones de dólares perdidos fue el resultado de esta aventura equinoccial en el mismo rango de Fitzcarraldo o El Dorado. De hecho, el propio Ford nunca visitó Fordlandia, ni siquiera Brasil. Cada vez que le hablaban del tema, se arreaba media docena de aspirinas hermanadas con whisky irlandés, mientras un expresivo rictus de desengaño se instalaba en su prominente frente.

De los múltiples Ford que habitaron el mismo cuerpo,hay uno muy destacable y digno de encomio, tal que es el que menciona H. G. Wells en su novela de ciencia ficción The Shape of Things to Come ("La forma de las cosas que vendrán"), en el que dedica un capítulo entero a la faceta del Ford pacifista que hace denodados esfuerzos por parar la guerra. Dice textualmente que «pese a que no tuvo éxito, su esfuerzo de parar la guerra será recordado mientras que los generales y sus batallas y las masacres sin sentido serán olvidadas». Wells acusaba a la industria armamentista estadounidense y a los bancos —que hicieron grandes beneficios con la venta de municiones a las naciones europeas en guerra— de haber creado un escenario de sutiles difamaciones en torno a su figura, con la finalidad de provocar el fracaso de Ford en sus esfuerzos de paz.

Henry Ford, luces y sombras de un adelantado. Al fin y a la postre, lo que importa es que lo intentó. Era un empresario de raza.

Henry Ford es de los pocos ciudadanos del mundo que no necesita presentación. Norteamericano patrimonio de la humanidad y creador de la discutible doctrina del consumismo como vía de obtención de “la paz por el trabajo”, compartía con el no menos famoso Winslow Taylor (padre del Taylorismo) y autor de Principios de dirección científica, Management (1891), posiblemente uno de los mayores expertos en administración de empresas de la primera mitad del siglo XX, la búsqueda a ultranza de la eficiencia en la producción.

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