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La caja fuerte del fin del mundo que puede salvarnos de la destrucción
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¿UN BOTE SALVAVIDAS O UN GASTO INNECESARIO?

La caja fuerte del fin del mundo que puede salvarnos de la destrucción

El Banco Mundial de Semillas de Svalbard es una enorme caja fuerte que pretende mantener a buen recaudo, y para siempre, las más preciadas variedades de semillas que conoce la humanidad

Foto: El banco de semillas es una auténtica caja fuerte, en medio del Ártico. (Corbis)
El banco de semillas es una auténtica caja fuerte, en medio del Ártico. (Corbis)

El archipiélago de Svalbard pertenece a Noruega, pero está mucho más lejos de Oslo que del Polo Norte –el doble, para ser exactos–. El 60% de sus islas están cubiertas por glaciares y durante cuatro meses (de mediados de octubre a mediados de febrero) sus poco más de 2.000 habitantes, en su mayoría vecinos de la capital, Longyearbyen, viven en la más absoluta oscuridad.

No hay indicios de que nadie se atreviera a vivir en la región hasta que llegaron los primeros balleneros y cazadores modernos, que se asentaron en sus costas y descubrieron el principal atractivo económico de las islas: el carbón.

Aunque el archipiélago recibe algunos turistas que acuden a escalar sus glaciares y divisar osos polares, la región sería prácticamente desconocida si no albergara uno de los proyectos científicos más fascinantes y ambiciosos de este principio de siglo. El 26 de febrero de 2008 se inauguró cerca de su capital el Banco Mundial de Semillas de Svalbard, una enorme caja fuerte que pretende mantener a buen recaudo, y para siempre, las más preciadas variedades de semillas que conoce la humanidad, que descansan listas para ser cultivadas en caso de que tuviéramos que enfrentarnos a cualquier desastre.

En sus seis años de vida, más de 100 países han contribuido con alguna de sus semillas

El almacén está construido a prueba de todo tipo de catástrofes. Su situación, en tierra firme y a 130 metros sobre el nivel del mar, asegura su supervivencia ante el derretimiento de los polos. Es impermeable a la actividad volcánica, resistente a los terremotos e, incluso, a la radiación de un posible cataclismo nuclear. Su situación en pleno Ártico no es casual: en caso de que se estropeara el sistema de refrigeración, el permafrost que rodea la instalación mantendría las semillas a una temperatura adecuada.

En sus seis años de vida más de 100 países han contribuido con alguna de sus semillas, que se almacenan en cajas a una temperatura constante de -18 grados centígrados. Pero seleccionar qué debe entrar y qué debe quedarse fuera no es tarea fácil. Y requiere de un gran esfuerzo diplomático.

Un proyecto en el que no todos confían

El almacén no suele abrirse para depositar nuevas semillas más de tres veces al año, y sólo el donante tiene acceso a éstas. Esta condición tuvo que aceptarse dado que muchos organismos y gobiernos tenían miedo de que sus semillas más valiosas acabaran en manos de las grandes compañías biotecnológicas.

La institución encargada de gestionar el almacén, The Crop Group, es un organismo autónomo, pero depende de quienes financian su ambicioso proyecto. Los costes de operación y mantenimiento son pagados por el Global Crop Diversity Trust, un fondo de capital mixto público y privado en el que participan numerosos estados (incluido España), pero también la Fundación Bill y Melinda Gates, que ha aportado más que cualquier país –25 millones de euros–, y otras fundaciones y asociaciones, públicas y privadas.

El depósito alberga ya 830.804 variedades, que representan en torno a la mitad de los cultivos que se conocen en el mundo

Aunque muchos países se han implicado con el proyecto, hay notables ausencias. Japón y China aún no se han unido a la causa y la India, aunque ha puesto dinero, sigue siendo cauta con sus aportaciones. En la otra cara de la moneda, hay quien confía en la institución, pero no consigue almacenar allí sus semillas, pues existen variedades mejores de estas. En Svalbard no se duplica nada. Como explica Suzanne Goldenberg en un extenso artículo en The Guardian, “algunos bancos de semillas nacionales han recibido la noticia de que su preciada variedad sobra y que un país vecino, posiblemente rival, ha obtenido el depósito primero”.

Pese a estas dificultades, el depósito alberga ya más de 865.000 variedades, que representan en torno a la mitad de los cultivos que se conocen en el mundo. La primera cámara, de hecho, está a punto de llenarse, y ya han comenzado las operaciones para aclimatar el espacio adyacente, con espacio para albergar 300.000 nuevos especímenes.

¿Última esperanza o desesperado canto de cisne?

Pero las mayores críticas hacia el almacén no tienen que ver con la forma –al margen de los amantes de las conspiraciones, pocos dudan que el objetivo final del proyecto sea honesto– sino con el fondo. No cabe duda de que Svalbard reúne las condiciones necesarias para albergar con seguridad muchas de nuestras más valiosas semillas, pero ¿merece la pena emplear tantos recursos? ¿Realmente están nuestros cultivos en peligro? Y, lo que es más importante, ¿congelar un puñado de semillas donde Cristo perdió su sandalia es la mejor manera de preservar la biodiversidad de nuestro planeta?

Pese al optimismo que desprende “la caja fuerte del fin del mundo”, como enseguida la bautizaron los medios, cada vez hay más voces críticas en su contra. Muchos de los ingenieros agrónomos que han trabajado codo con codo con los campesinos creen que almacenar las semillas en un contenedor, por muy seguro que sea, no es la mejor forma de preservarlas. Los cultivos están siempre cambiando, las enfermedades y las plagas se adaptan, y el calentamiento global es un desafío que aún somos incapaces de valorar.

En sólo unos 50 años, los agricultores de todo el mundo han dado la espalda a cientos de miles de variedades de cultivos que hoy son irrecuperables

¿Seguirán siendo útiles las semillas almacenadas cuando sea necesario plantarlas en un escenario completamente distinto? Nadie lo sabe, pero lo que está claro es que el mundo ha perdido una biodiversidad valiosísima, y si no la preservamos podemos enfrentarnos a graves problemas en el futuro.

En sólo unos 50 años, los agricultores de todo el mundo han dado la espalda a cientos de miles de variedades de cultivos que hoy son irrecuperables. En las décadas de los 60 y 70 los campesinos abandonaron las semillas que habían estado usando durante siglos en favor de nuevas variedades híbridas que prometían mejores cosechas. Y las obtuvieron, pero a cambio de reducir las opciones disponibles a la mínima expresión.

Se cree, por ejemplo, que China ha perdido el 90% de sus variedades de arroz; los campesinos de EEUU, que cosechaban 400 variedades de guisantes a principios del siglo XX, hoy sólo plantan dos tipos; y en las fruterías de España, donde siempre ha habido magníficos tomates, hoy es difícil encontrar algunos que no sean de las variedades insípidas de los años 60, diseñadas para lograr una mayor producción, adaptarse a los invernaderos y resistir largos procesos de transporte y almacenamiento.

Muchas de las variedades autóctonas que no se han extinguido se conservan en bancos de semillas repartidos por todo el mundo. Pero estos tampoco están pasando por un buen momento. En sólo una década se ha ido al traste el banco de semillas de Irak, que fue destruido en la invasión de EEUU en 2003; el de Afganistán, que cayó en manos de los talibanes; el de Filipinas, que se inundó en 2012; y un banco de Egipto que albergaba valiosas variedades de semillas del desierto, que fue saqueado durante la revuelta de 2011. El banco de Siria, en Aleppo, estuvo a punto de correr la misma suerte, pero un grupo de trabajadores logró enviar muestras de las semillas al exterior antes de que estallara la guerra en la ciudad. Hoy se conservan en Svalvard.

Pero la mayor parte de semillas no se han perdido por los conflictos, sino por la desidia de los gobiernos, para los que el futuro de la agricultura es la menor de las preocupaciones. “¿Por qué construimos el almacén?”, se pregunta su fundador, Cary Fowler, en el reportaje de The Guardian. “No fue porque se acercara el apocalipsis. Fue porque sabemos que los bancos genéticos están perdiendo muestras, y las están perdiendo por razones estúpidas: recortes, fallos del equipamiento, errores humanos… Estoy convencido de que estamos perdiendo al menos una variedad al día, de forma silenciosa. Es un goteo de extinciones. Y hemos puesto un fin a esto, al menos para 865.000 variedades”.

Según las previsiones de la ONU, en 2050 habitaremos el mundo nueve mil millones de personas, un 34% más de los que somos ahora. Y algo tendremos que llevarnos a la boca. ¿Aguantarán las semillas que usamos hoy las condiciones del futuro? ¿O tendremos que recurrir a algunas de las variedades que abandonamos años atrás?

Muchos científicos y cooperantes piensan que se está gastando demasiado dinero en Svalbard, cuando deberíamos estar ayudando a los campesinos de los países en desarrollo, en cuyas manos sigue habiendo una variedad de semillas mucho mayor que las que albergan los bancos genéticos. Si desaparecen por completo las culturas agrícolas tradicionales, ¿seremos capaces de recuperar su legado sólo por tener un puñado de semillas almacenadas en un gigante frigorífico? No lo sabemos, pero desde luego suena mucho más atractivo –y recauda más dinero– construir un almacén a prueba de bombas en el fin del mundo.

El archipiélago de Svalbard pertenece a Noruega, pero está mucho más lejos de Oslo que del Polo Norte –el doble, para ser exactos–. El 60% de sus islas están cubiertas por glaciares y durante cuatro meses (de mediados de octubre a mediados de febrero) sus poco más de 2.000 habitantes, en su mayoría vecinos de la capital, Longyearbyen, viven en la más absoluta oscuridad.

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