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Por qué nunca debes pedir postre en un restaurante (no, un café tampoco)
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Por qué nunca debes pedir postre en un restaurante (no, un café tampoco)

Nada de postre, té o café. Lo que hay que hacer cuando vas a un restaurante es pedir un cóctel o un vino. Esta es la teoría del profesor de economía Tyler Cowen

Foto: "Venga, daos prisa con el vino, que tenéis que dejarme libre la mesa". Felix Wirth/ Corbis
"Venga, daos prisa con el vino, que tenéis que dejarme libre la mesa". Felix Wirth/ Corbis

No debemos pedir postre cuando vamos a un restaurante. Sería mucho mejor que nos tomásemos al terminar la comida un buen vino, caro si es posible, o un cóctel exótico. No se trata de que el dulce pueda hacer daño a nuestra salud, que un exceso de azúcares haga la digestión más pesada o que si nos comemos ese pedazo de tarta ya nunca nos quitemos los kilos que nos sobran. De hecho, el problema no es que sean malos para nosotros, es que lo son para los dueños de los restaurantes.

Esa es la tesis que mantiene Tyler Cowen, profesor de economía en la Universidad George Mason, que subraya los graves perjuicios que sufren los restaurantes a los que les da por incluir una carta de postres, porque “ya no obtienen ningún beneficio de ellos”. Por varios motivos.

El primero es el espacio. Normalmente, argumenta Todd Klimann, Dining Editor of The Washingtonian, los comensales que piden postre suelen demorar el final de sus comidas o cenas. Pasan el rato conversando, y alargan la ocupación del espacio sin ningún pudor. Dado que muchos establecimientos viven de servir comidas a personas que han de volver al trabajo, tener el espacio ocupado casi gratis no les resulta rentable. La rotación de clientes es básica, y este tipo de ofertas en el menú la entorpecen.

Nada de tarta, mejor un cóctel exótico

El segundo es el margen. Un buen postre requiere cierta calidad y los ingredientes no son baratos, de modo que la tasa de beneficio final es muy escasa. No sería igual si se pudiera cobrar veinte dólares por un pedazo de pastel, asegura Cowen, pero la gente no suele aceptar esos precios. De modo que has de tener cocineros que sepan hacer postres, no escatimar mucho la calidad y emplear tiempo de más en servir a los clientes para después cobrar una cifra ínfima.

Otra cosa sería si en lugar de una comida alta en calorías, tuviéramos la costumbre de optar no ya por un café o un té, que son baratos, sino por un vino adecuado o un cóctel, cuyos márgenes son mucho más elevados, y que permiten, si la conversación se extiende, que la operación se repita y los comensales encarguen otra u otras rondas. El vino caro, además, es una de las mejores fuentes de ingresos de los restaurantes, por lo que un hábito de esta clase permitiría matar dos pájaros de un tiro. Lamentablemente, asegura Cowen, tampoco es una costumbre extendida (aunque si viera lo que se hace en España con los gintonics de autor, quizá cambiaba de opinión).

Sin embargo, este no es un problema que afecte a todo el sector. Hay establecimientos que tiene menos demanda, cuya oferta queda bien complementada con la carta de postres, y que son frecuentados por gente a la que le gusta la tranquilidad cuando sale a cenar. Hay otros que, por su prestigio y por el estrato social al que se dirigen, no encuentran resistencias a la hora de cargar precios elevados por todo lo que figura en el menú. Los que se ven más afectados, asegura Cowen, son los restaurantes de precio medio y los populares.

La mente de los economistas

Quizá el problema no esté en los restaurantes y en su tasa de beneficios, sino en la mente de los economistas, incapaces de valorar algo más que las meras cifras. Quizá lo que haya que hacer no sea rebatir los argumentos de Cowen, sino insistir en cómo las formas estándar de pensamiento han penetrado en el mundo de la economía y de la gestión empresarial de un modo altamente preocupante, y más aún en la medida en que son quienes están dirigiendo y orientando las prácticas cotidianas.

Hay dos modelos de negocio que se han vuelto populares en los últimos años, porque se entiende que son los únicos que cuentan con opciones de éxito: el primero es el que ofrece un producto distinto, que aporta (el tan mentado) valor añadido y que se dirige a un segmento social elevado, que son quienes pueden apreciar la diferencia y pagarla; el otro es aquel que apuesta por los precios bajos, que trata de reducir al máximo los costes, aunque su calidad sea escasa, y que está dirigido a la mayoría de la población, cuya obsesión, por encima de cualquier otro factor, parece ser comprar barato.

Los dos modelos de negocio de éxito, y el que de verdad funciona

Los restaurantes (no utilizaré el absurdo concepto de restauración aplicado a los establecimientos que sirven comida) son uno de los negocios donde el mundo de la economía y del management ven claramente negado su modelo. Además de las cadenas de comida basura, enfocadas al modelo low cost tanto en sus precios como en la forma de gestión, y de la cocina de autor, empresarios de sí mismos que consiguen una marca que rentabilizan de los modos más diversos (incluso dando clases magistrales en museos), persisten con fuerza los restaurantes tradicionales, los que copan el consumo en Occidente, que se mueven en los diferentes escalones del segmento medio, y que son con diferencia los más visitados. Normalmente, se trata de pymes cuyas bazas de éxito son la ubicación, el servicio y el estar atentos a lo que quieren sus clientes.

Pero este es justamente el tipo de negocio que el mundo del management no puede comprender, porque no encaja en sus modelos. Esa es la razón de que persistan en análisis tan poco acertados como el de Cowen. Sin duda, si los postres fueran más caros y la gente se fuera antes de los restaurantes, habría lugar para más clientes, al igual que si no hubiera mesas y todos tuviéramos que comer de pie cabría mucha más gente en los locales o que si el menú del día más barato fuera de 50€ los dueños contarían con un margen de beneficio mayor. Pero esos son razonamientos que funcionan en el vacío y que carecen de utilidad práctica. Los bares dependen en gran medida de factores relacionales, como la atención y el servicio, de la relación calidad precio, y de una ubicación localmente inteligente, y no de recortar en los postres.

En lugar de apreciar este tipo de asuntos para realizar sus análisis, los economistas como Cowen se fijan en las cifras y en las estadísticas, ofreciendo fórmulas que hacen parecer imbéciles a los clientes y avariciosos a los dueños. El problema no es de Cowen, sino de los economistas: no les gusta la realidad, sólo les gusta lo que pueden medir.

No debemos pedir postre cuando vamos a un restaurante. Sería mucho mejor que nos tomásemos al terminar la comida un buen vino, caro si es posible, o un cóctel exótico. No se trata de que el dulce pueda hacer daño a nuestra salud, que un exceso de azúcares haga la digestión más pesada o que si nos comemos ese pedazo de tarta ya nunca nos quitemos los kilos que nos sobran. De hecho, el problema no es que sean malos para nosotros, es que lo son para los dueños de los restaurantes.

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