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Manual del vago: por qué da igual que no trabajes, mientras parezca que haces algo
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¿DÓNDE ESTÁ LA ESENCIA DEL TRABAJO MODERNO?

Manual del vago: por qué da igual que no trabajes, mientras parezca que haces algo

¿A qué dedica su tiempo en el trabajo? Probablemente, dirá que está muy atareado, pero también, que dedica gran parte de su jornada a problemas cotidianos

Foto: Las reuniones son la máxima expresión del trabajo moderno, donde la productividad es un concepto cada vez más difuso. (Corbis)
Las reuniones son la máxima expresión del trabajo moderno, donde la productividad es un concepto cada vez más difuso. (Corbis)

¿A qué dedica su tiempo en el trabajo? No se sienta atacado: probablemente asegurará que está muy estresado, que el día no le da para todo lo que tiene que hacer y que preferiría una jornada laboral más corta, y todos estaremos de acuerdo. ¡Quién no! Pregúntese también si en la oficina escribe correos electrónicos sobre temas personales, llama a su familia, navega por internet, hace compras online, mira las redes sociales o sale a tomar un café con sus compañeros. Quizá también sea oportuno que se pregunte qué pasaría si no fuese a trabajar un día. O dos. O una semana. O un mes. ¿Se derrumbaría la empresa? Probablemente no. Si muriese, ¿alguien se daría cuenta?

Como pone de manifiesto un fantástico artículo publicado en The Atlantic por el experto en organización laboral Roland Paulsen, el trabajo moderno –principalmente, el de oficina y el del sector servicios– está marcado por una innumerable serie de paradojas que se han escapado no sólo a la sociología del trabajo, sino también a los métodos del control que desde el taylorismo han intentado por todos los medios acabar con la vaguería humana. ¿Por qué unos días tenemos tanto trabajo y otros tan poco? ¿Cuántos de los encargos calificados como “urgentes” son absolutamente prescindibles? ¿A qué se dedica nuestro jefe? Y, en definitiva, ¿de verdad somos productivos? ¿De verdad proporcionamos valor a la empresa para la que trabajamos? ¿Es nuestro puesto de trabajo imprescindible? Nos gustaría pensar que sí pero, probablemente, muy pocos pueden responder de forma afirmativa a dicha pregunta.

¿Qué es trabajar hoy en día?

Hay un par de anécdotas que el autor del artículo cuenta, y que dan fe de que la esencia del trabajo se ha perdido. Por una parte, la de aquel alemán que, en las puertas de su jubilación, admitió haber pasado los últimos 15 años de su vida sin dar un palo al agua. El problema, recuerda el autor, no es tanto que fuese un vago como que, en realidad, no había hecho ningún esfuerzo consciente por evitar todas las tareas. Simplemente, el crecimiento de su departamento había provocado que su papel se difuminase y sus obligaciones fuesen repartidas entre sus compañeros. “Siempre ofrecí mis servicios, no era mi problema si no los querían”, concluía.

La otra historia inspiró a David Foster Wallace un capítulo de su última novela, El rey pálido (Mondadori), pero bien habría podido formar parte de una novela de Franz Kafka. Un miembro de la Hacienda sueca falleció en 2004 mientras revisaba unos informes, y su cadáver pasó dos días abandonado en su escritorio sin que nadie se diese cuenta de lo ocurrido. Una vez más, el problema no es tanto tener un cadáver sentado al lado –aunque pueda llegar a ser molesto–, sino que nadie se dio cuenta de que el buen oficinista no estaba haciendo absolutamente nada y que su trabajo no se estaba llevando a cabo.

La pregunta es obvia, y Paulsen la explicita: ¿cuándo pierde un trabajo su esencia? ¿Tener un trabajo implica necesariamente trabajar? Para responderla, el sociólogo ha preguntado a 40 “vagos”, como él los califica, para escribir Empty Labor. Idleness and Workplace Resistance (Cambridge University Press), un resumen de estas contradicciones laborales. La respuesta parece clara, aunque pocos estarían dispuestos a darle la razón: en definitiva, trabajamos más horas, sí, pero dedicamos menos tiempo a trabajar y mucho más a aparentar que trabajamos. Y tan sólo muy pocos pueden asegurar que sus ocho horas sentados al escritorio han sido realmente productivas.

La opacidad del trabajo moderno y la diferencia entre imagen y sustancia

Para ello, Paulsen cita un par de inequívocas investigaciones. La primera, realizada por él mismo en la Universidad de Suecia, señala que cada trabajador dedica entre una hora y media y tres de su jornada a actividades personales. Algo casi inevitable si pensamos que, en la mayor parte de casos, pasamos gran parte de la mañana y de la tarde en el trabajo, y que durante ese tiempo debemos gestionar aquella parte de nuestra vida que sigue su marcha fuera del empleo (compras, familia, hijos, médicos, citas, etc.) Otra recuerda que la mayor parte de las compras y visitas a páginas pornográficas se realizan durante el horario de oficina.

¿Quiere ello decir que cada vez somos más vagos? Ahí se encuentra el quid de la cuestión, ya que la respuesta es, probablemente, negativa. Simplemente, nuestros horarios y objetivos diarios no se adaptan a las necesidades del trabajo moderno. Como explica la economista y psicoanalista Corinne Maier, autora de Bonjour Paresse (algo así como Hola, vaguería), que trabajó una semana en la burocracia de la compañía eléctrica francesa, el trabajo consiste en aparentar: “la imagen cuenta más que el producto, la seducción más que la producción”. De ahí la exagerada proliferación de reuniones, el epítome de este nuevo estado de las cosas. La mayor parte de reuniones son prescindibles y muy poco productivas, pero nos gusta acudir a ellas porque nos hacen pensar que estamos trabajando a cambio de un esfuerzo mental muy reducido. Steve McKevitt, emprendedor y autor de City Slackers, es citado por Paulsen en un adecuado resumen de la situación: “En una sociedad donde la presentación lo es todo, ya no importa lo que hagas, sino cómo aparentas mientras lo haces”.

En su último libro, Las leyes de Murphy para días que se te hacen bola (Ediciones Martínez Roca), Arthur Bloch expone unos cuantos aforismos que encajan bien con la paradoja que expone Paulsen. Por ejemplo, la regla de J.W.: “No hay ningún placer en no tener nada que hacer, lo divertido es tener mucho que hacer y no hacerlo”. O la regla de Ziggy: “Cada día haz un poco más de lo que todos esperan y pronto todos tendrán más expectativas”. Quizá la más reveladora sea la primera ley de Parkinson: “El trabajo se expande para ocupar el tiempo disponible para su realización. La percepción de la importancia y la complejidad de la tarea en cuestión se infla en proporción directa al tiempo necesario para su realización”.

El periodista lo sintetiza de otra manera un tanto diferente. La inactividad no es una forma de protestar por la carga de trabajo, sino una forma de gestionar horarios absurdos en los que puede ser que tengamos que producir a toda prisa durante tres horas para quedarnos de brazos cruzados durante otras dos, o que prefiramos bucear por internet en lugar que tener que hacer más tareas puramente accesorias. Como recordaba Andrew J. Smart, autor de El arte y la ciencia de no hacer nada. El piloto automático del cerebro (Clave Intelectual), los avances tecnológicos no sólo no han reducido nuestra jornada laboral, sino que la han alargado.

Ello tiene, evidentemente, una larga serie de consecuencias poco deseables. La simulación, el disimulo, la pérdida de significado del trabajo, la jerga, los juegos, la política de oficina, la desesperación y sobre todo, la sensación de irrealidad son lugares comunes de la vida cotidiana del trabajador moderno. La realidad es que el trabajo que tenemos que hacer raramente se adapta al horario de ocho horas diarias. Hay veces que lo podremos despachar en unas horas; en otras ocasiones, necesitaremos ayuda extra o plazos más largos. Otras veces, el trabajo simplemente consiste en esperar grandes cantidades de tiempo, como ocurre con el dependiente de una tienda. El caso es que, a pesar de los grandes cambios tanto tecnológicos como laborales que se han producido en las últimas décadas, seguimos utilizando modelos de hace más de un siglo, modelos que hacen que la carga de trabajo se reparta de forma totalmente desigual y que contribuyen a la desmotivación del trabajador.

¿A qué dedica su tiempo en el trabajo? No se sienta atacado: probablemente asegurará que está muy estresado, que el día no le da para todo lo que tiene que hacer y que preferiría una jornada laboral más corta, y todos estaremos de acuerdo. ¡Quién no! Pregúntese también si en la oficina escribe correos electrónicos sobre temas personales, llama a su familia, navega por internet, hace compras online, mira las redes sociales o sale a tomar un café con sus compañeros. Quizá también sea oportuno que se pregunte qué pasaría si no fuese a trabajar un día. O dos. O una semana. O un mes. ¿Se derrumbaría la empresa? Probablemente no. Si muriese, ¿alguien se daría cuenta?

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