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Ceuta, la ciudad española que marcó los límites de nuestro mundo
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Ceuta, la ciudad española que marcó los límites de nuestro mundo

Ciudad de cuatro culturas (cristiana, islámica, hebrea e hindú), modelo de convivencia, siempre acogió a todos los transeúntes que quisieron dejar su huella

Foto: Ceuta desde el mirador de isabel ii. (kainita/wikicommons)
Ceuta desde el mirador de isabel ii. (kainita/wikicommons)

Solo hablamos para que se sepa de nosotros.

–Anónimo

Al abrigo de la Cueva de Benzú, a poca distancia de Ceuta, han ido anidando por sedimento generaciones de culturas mixtas, enhebradas en la enorme circulación de ida y vuelta que ha generado el trasiego de civilizaciones por ese mar que es el Mediterráneo, así como de Europa hacia al sur y viceversa. Ceuta es como todas las ciudades mediterráneas, luz, lo cual parece un axioma, pero las hace más vitales y cordiales a sus moradores y a quienes las conocen.

Los límites del mundo antiguo, antes de adentrarse en lo desconocido, eran las Columnas de Hércules. Monte Hacho en la parte africana y el Peñón de Gibraltar en la europea, eran dos míticos y colosales mensajeros que advertían de la temeridad de acercarse a la eternidad por la vía rápida y sin mucho preámbulo. Sus pétreas moles eran como un aviso en toda regla a los navegantes que tuvieran la aviesa intención de explorar lo oculto, y cuando los tempranos fenicios y sus vástagos los cartagineses apostaban por jugársela en el profundo océano, por norma general –con la salvedad del famoso periplo de la expedición de Nekao–, no se volvía a saber nada de ellos. O el mar se los tragaba o la historia, en sus muchas lagunas de amnesia, los olvidaba sin misericordia.

Hijos de las arenas mauritanas, de su sol de justicia y del tránsito de tantas culturas; los primeros habitantes de la antigua Ceuta en sus amuralladas ciudades-estado, acabaron siendo sometidos por Roma, cansada de tanto turbante levantisco. Algo tarde para una romanización que se había dejado sentir desde siglos antes en otros confines del Gran Lago Azul.

Y así que le entró sosiego al trasiego y aquellas gentes se fueron serenando, la ciudad fue creciendo y siendo cada vez más codiciada por su capital importancia mercantil y estratégica situación. Esa privilegiada condición de vivir a las puertas del Mare Nostrum era una permanente fuente de conflictos, pues quien más quien menos codiciaba este estratégico enclave aislado y confinado en su parte no continental; cuando los primeros asentamientos no ocupaban más allá del istmo.

Luego vinieron los bizantinos con exigencias y el general Belisario repartiendo, y tras una abigarrada campaña por el norte de África, dejó las cosas arregladas. Y luego, siguieron viniendo y viniendo para dejar su huella, esplendor y decadencia; el Califato Omeya, el de Córdoba, los Almohades, etc. El caso es que la cosa casi acaba en embotellamiento.

En una de esas, los pícaros portugueses ya habían dado otro golpe de mano hacia 1415 y se hacían con la ciudad que se asoma a los dos mares.

Y llegaron los franceses

Años más tarde, mientras el tiempo transcurría entre golpes cruzados alrededor de Orán y Bujía, y los españoles y piratas de Berberia se enzarzaban por enésima vez, la Portugal sabia de siempre decidió hacer negocios nuevamente.

Para 1640 el matrimonio entre nuestros hermanos lusos y nosotros se venía abajo por momentos, y mientras ellos reclamaban sus posesiones anteriores al interregno abierto por Felipe II para hacer migas juntos, Ceuta ya había decidido seguir siendo española, y así es desde entonces.

Algo más tarde, casi tres siglos después de este hecho, para cuando el protectorado hispano-francés –ambos tutores en mayor o menor medida de lo que por primera vez en la historia daría en llamarseReino de Marruecos, recién nacido en 1956–, en este espacio de beligerantes tribus antes inexistente como entidad jurídica y geográfica, aparece por arte de magia un rey autocrático y dócil a Francia, que de paso emparejaba a su poder terrenal, el más rentable en el mercado de ficticios, el poder religioso.

Eso suponía que además de ese poder de correa corta y llovido del cielo,con un poco de imaginación y persistencia, se podían obtener réditos adicionales distrayendo a los desocupados súbditos y creyentes –en un país de por sí bastante empobrecido–, con gente de tendencia a la obcecada credulidad de los ignorantes y de paso aligerar frustracionesen el patio de casa.

Para ello, de a poco, aquel rey y sus descendientes comenzaron a fomentar rumores de que Marruecos no estaba completo y se pusieron a buscar las piezas que faltaban. Finalmente, se fijaron en territorios que pertenecían a la Corona española desde in illo tempore, mucho antes de que nuestros peculiares vecinos hicieran su debut en la historia.

Y mientras el hijo sucedía al padre y el nieto al abuelo, esa dinastía sufría traiciones y reprimía en durísimas cárceles negras a cualquier exaltado que osara balbucear cualquier cosa alejada del fervor patriótico y que rápidamente era perseguida como desvarío reflexivo. Pero si los acontecimientos se tornaban más turbulentos de lo razonable y desembocaban en desorden público, se les aconsejaba a los sabiamente gobernados súbditosmirar hacia el norte, que solía ser lo más recomendable, sopena de ser apercibido de males mayores. Por lo que en el caso que nos ocupa, el de Ceuta y su pareja de baile, Melilla, actuaban como meras sombras sombras chinescasu oficiantes de guiñol con los que desviar a la opinión pública del país vecino de los desatinos domésticos.

Un debate artificial elaborado a partir de una insistencia cansina y reivindicativa sobre lo que nunca se tuvo, genera periódicamente ligadas a intereses puntuales, fricciones muy calculadas desde el otro lado del estrecho, unas veces con sonido de sonajero, otras más o menos vehementes.

Por debajo de veinte kilómetros cuadrados de extensión, una extremadamente delgada península se adentra decididamente en el mar Mediterráneo. Ciudad de cuatro culturas (cristiana, islámica, hebrea e hindú), modelo de convivencia intercultural, siempre acogió a todos los transeúntes que quisieron dejar su huella, ya fuera mercadeando o buscando un refugio natural en su estratégica y escasa extensión.

Hoy, esta memoria de aquel gran imperioasienta su existencia en una potente dinámica mercantil y en la sabiduría de lo viejo.

Al final, la historia termina siendo una coctelera.

Solo hablamos para que se sepa de nosotros.

Melilla
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