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Peret, Sosa Wagner y la 'espiral del silencio': por qué cada vez somos más gregarios
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CHUL HAN DENUNCIA UN NUEVO PODER DE CONTROL

Peret, Sosa Wagner y la 'espiral del silencio': por qué cada vez somos más gregarios

Un estudio del Pew Center señala que los usuarios de los 'social media' que saben que sus opiniones son impopulares las expresan con menos frecuencia

Foto: La espiral del silencio provoca que la gente se guarde las opiniones que no son compartidas por la mayoría. (iStock)
La espiral del silencio provoca que la gente se guarde las opiniones que no son compartidas por la mayoría. (iStock)

A principios del siglo XX, un caballo alemán que respondía al nombre de Hans cobró fama mundial porque era capaz de realizar cálculos sencillos. Preguntas como “¿cuánto es tres más cinco?” eran resueltas por el inteligente equino, que golpeaba las veces correctas el suelo con su pezuña, demostrando así su habilidad a quienes lo contemplaban admirados. El caballo Hans se hizo tan popular que terminó por constituirse una comisión de sabios para resolver el enigma. La solución que aportaron quitó misterio al asunto: el animal no sabía calcular, pero podía interpretar los matices en la expresión facial y corporal de la persona que tenía enfrente; ante el golpe decisivo de herradura, la gente que le interrogaba dejaba sentir una determinada expectación y adoptaba una actitud concreta que el caballo captaba, y en ese instante dejaba de golpear.

Recuerda la anécdota el filósofo alemán de origen coreano Byung Chul Han en su reciente En el enjambre (Ed. Herder), donde realiza una acerada crítica a la sociedad digital. Las redes no son ese espacio que permite una comunicación horizontal y cooperativa, sino que han promovido un orden más rígido y más jerárquico que el del pasado. En el mundo digital todos somos como el caballo Hans: echamos un vistazo a lo que los demás expresan, vemos qué cuentan los generadores de opinión y los más influyentes de nuestro círculo, y si es distinto, nos callamos lo que pensamos, no vaya a ser que perdamos karma.

El análisis del filósofo alemán acaba de ser ratificado por un estudio del Pew Center Research, que señala que los usuarios de los social media que saben que sus opiniones son impopulares las expresan con mucha menos frecuencia. El estudio se ha confeccionado a partir de una encuesta realizada entre 1.801 estadounidenses en la que se les preguntaba por su actitud en el caso de Edward Snowden, y en él se describe cómo los nuevos tiempos digitales han dado nueva vida a la tesis de “la espiral del silencio” que Elisabeth Noëlle-Neuman puso de moda en los ochenta, y que afirma que la gente, ante la perspectiva de ser rechazada por su grupo, prefiere ocultar sus opiniones.

"Una fuerte coacción y un gran conformismo"

Para Chul Han es evidente que, en este mundo digital tan transparente, no queda sitio para las ideas que contrarían a las dominantes. Esperábamos de los social media que dieran espacio y visibilidad a opiniones diferentes o minoritarias, pero no es eso lo que parece estar ocurriendo. “Bajo el dictado de la transparencia, las opiniones disidentes o las ideas no usuales ni siquiera llegan a verbalizarse. Apenas se osa a algo. El imperativo de la transparencia engendra una fuerte coacción y conformismo. Y lo mismo que la permanente vigilancia a través del vídeo, hace surgir el sentimiento de estar vigilados”. Y no sólo ocurre en la red, sino que ese contexto, como sugiere el estudio del Pew, provoca que la espiral del silencio se extienda de los medios online a las relaciones presenciales.

No les falta razón a ambos. Vivimos una época en la que resulta muy complicado ir contra lo establecido, porque los viejos mecanismos de control han encontrado enormes cajas de resonancia. La política suele ser buena muestra de esta tendencia, y la reciente disputa entre Sosa Wagner y UPyD es un buen ejemplo. La carta en la que el eurodiputado incitaba a su partido a formar una coalición con Ciudadanos y criticaba el autoritarismo imperante en él fue contestada por UPyD (y por algunos comentaristas) desde la descalificación de la conducta de quien escribió el artículo.

Esa táctica defensiva que consiste en demonizar al que denuncia en lugar de contestar a lo denunciado, que es moneda común, se convierte ahora en mucho más difícil de soportar, ya que las descalificaciones circulan masivamente. El problema no era si Sosa Wagner debía haber realizado las críticas en su partido a puerta cerrada o si su actitud había sido desleal (que eso ya lo ventilarán dentro de UPyD), sino si tenía razón en lo que exponía. Sin embargo, nadie contesta al asunto de fondo, sino que la táctica que triunfa es esa especie de campaña negativa permanente de descalificación del crítico. Las redes son buen ejemplo: si comentas razonadamente en los social media pero dices lo que no debes o eres de los “otros”, es más que probable que te menosprecien o te insulten (salvo que seas un troll profesional, que entonces habrá quienes te jaleen); y si eres alguien conocido y te sales del tiesto, no conocerás el descanso. El caso WikiLeaks es el mejor reflejo de este estado de cosas: el asunto rápidamente pasó de tener el centro en el contenido de lo filtrado y en la potencialidad de la plataforma a convertirse en un debate sobre la personalidad y la vida sexual de Julian Assange, su líder.

La constante repetición de lo igual

Cuando está en juego la aceptación de nuestro círculo (personal o profesional), nos volvemos como esos candidatos a las elecciones que apenas hablan de ideas y siempre dicen a sus electores lo que quieren oír. Como afirma Chul Han, “se llega a la unificación de la comunidad y a la repetición de lo igual”, características que determinan los debates en muchos ámbitos. La vida cotidiana consiste en reforzar a los nuestros y atacar dialécticamente a los otros: en la ciencia, en la universidad, en la política, en el fútbol, en la economía y también en el periodismo, casi todo el mundo se enfunda el uniforme y permanece dentro de los límites marcados. Al final, concluye Chul Han, vivimos en un enorme ruido causado por la repetición de las mismas ideas y por la invisibilización de la heterodoxia, que existe en algunas dosis pero que nadie tiene en cuenta.

Este contexto, que se acelera y se multiplica con las redes sociales y el mundo digital, provoca que no pensemos de otra manera y “que no seamos capaces de engendrar lo otro, lo singular, lo verdaderamente diferente”. El escritor Michel Butor, a quien cita Chul Han, afirmaba que vivimos en una crisis del espíritu, que define de este modo: “Desde hace diez o veinte años apenas sucede nada más con la literatura. Hay un diluvio de publicaciones y, sin embargo, nos hallamos en una pausa espiritual. La causa es una crisis de la comunicación. Los nuevos medios de comunicación son admirables, pero producen un ruido enorme”.

Ese ruido, explica Han, está causado por esa enorme avalancha de datos, que no clarifican y que no explican, a la que nos conduce la era digital, y que nos hace pensar que vivimos en la casa de alguien que sufre el síndrome de Diógenes. En ese caos, en el que no sabemos dónde buscar, terminamos haciendo lo más previsible, esto es, lo que hacen los demás. Nos volvemos menos atrevidos, no somos capaces de pensar por nuestra cuenta y acabamos siguiendo los dictados de unas cuantas personas que marcan tendencia o de unos cuantos líderes que nos caen bien. El pensamiento se oscurece para hacerse puro seguidismo. En todos los ámbitos. Un ejemplo lo vivimos ayer en Twitter, que durante una hora ofreció una enorme cantidad de tuits que repetían una afirmación que no se sabía si era cierta o falsa:

Peret ha muerto", “Peret ha muerto, qué pena”, “Peret ha muerto, una gran pérdida”; “Peret no ha muerto, dice la familia”, “Parece que Peret no ha muerto”, “Se confirma que Peret no ha muerto”; “La Generalitat decía que sí, pero Peret no ha muerto”, “Alguien en la Generalitat ha metido la gamba”, “No sé cómo la Generalitat puede afirmar que Peret ha muerto sin contrastarlo”; “Peret ha muerto, ahora sí”, “Peret ha muerto, según la familia”, “Recordando a Peret a través de sus canciones”.

A principios del siglo XX, un caballo alemán que respondía al nombre de Hans cobró fama mundial porque era capaz de realizar cálculos sencillos. Preguntas como “¿cuánto es tres más cinco?” eran resueltas por el inteligente equino, que golpeaba las veces correctas el suelo con su pezuña, demostrando así su habilidad a quienes lo contemplaban admirados. El caballo Hans se hizo tan popular que terminó por constituirse una comisión de sabios para resolver el enigma. La solución que aportaron quitó misterio al asunto: el animal no sabía calcular, pero podía interpretar los matices en la expresión facial y corporal de la persona que tenía enfrente; ante el golpe decisivo de herradura, la gente que le interrogaba dejaba sentir una determinada expectación y adoptaba una actitud concreta que el caballo captaba, y en ese instante dejaba de golpear.

Julian Assange Psicología social
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