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Las reinas (de vida trágica) más famosas de la historia: de Sissi a María Antonieta
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DE LA EMPERATRIZ SISSI A LA ÚLTIMA ZARINA

Las reinas (de vida trágica) más famosas de la historia: de Sissi a María Antonieta

La vida, menos conocida, de seis mujeres de carne y hueso que fueron obligadas a llevar sobre sus hombros la pesada carga de un imperio

Foto: Eugenia, Emperatriz de Francia, portando a su hijo Eugenio Luis-Napoleón.
Eugenia, Emperatriz de Francia, portando a su hijo Eugenio Luis-Napoleón.

La escritora y periodista Cristina Morató indagó en el lado más humano y menos conocido de seis reinas y emperatrices maltratadas por la historia: la emperatriz Sissi, María Antonieta, Cristina de Suecia, Eugenia de Montijo, Victoria de Inglaterra y Alejandra Romanov. A través de sus diarios personales y cartas familiares, Morató nos descubrió en 2014 en su libro Reinas Malditas (Plaza & Janés) a seis mujeres de carne y hueso que fueron obligadas a llevar sobre sus hombros la pesada carga de un imperio. Sus vidas, lejos de ser un romántico cuento de hadas, tienen en común la soledad, el desarraigo, la nostalgia, la falta de amor o el sufrimiento por no poder dar un heredero al trono.

Sissi: una extraña en la corte

Al cumplir los 35 años, Isabel de Baviera, la famosa Sissi, decidió ocultar su rostro tras un abanico y protegerse con una sombrilla de la mirada de los curiosos. Ella, que había sido considerada la emperatriz más hermosa de Europa, estaba harta de ser contemplada por el pueblo como un ídolo. También se negaba a interpretar su papel de encantadora emperatriz del poderoso Imperio austrohúngaro en una corte anticuada y perversa donde siempre se sintió una extraña. No se dejó retratar nunca más y nadie pudo ser testigo de su decadencia física, que tanto le angustiaba. Porque la leyenda sobre su belleza iba paralela a la de su excéntrico comportamiento.

Isabel también se sentía excluida porque su esposo nunca le informaba sobre los acontecimientos que sacudían el imperio. Ella era la primera dama, pero no tenía ni voz ni voto. A medida que los años iban pasando, se iba convirtiendo en un ser más patético y enfermo. En su paranoia se sentía perseguida “por el gran mundo donde hablaban mal de mí, me calumniaban y me ofendían”. Se veía a sí misma como un hada (el hada Titania), un ser especial y maravilloso prisionero en un mundo mezquino donde nadie la comprendía. En uno de sus poemas escribe: No debe Titania andar entre humanos/ en un mundo donde no la comprenden./ Miles de papanatas la contemplan/ y murmuran: ¡Mira, la loca, mira!

María Antonieta: la desdichada

Siempre creyó que su vida estaba marcada por la fatalidad. La fecha de su nacimiento ya fue un mal augurio. Era el día de los Difuntos, y en Viena se recordaba a los seres desaparecidos con misas de réquiem. Su infancia fue tranquila y despreocupada hasta que se vio truncada por una inesperada tragedia familiar. El 18 de agosto, su padre el emperador muere de un ataque de apoplejía. La emperatriz intensificó entonces las largas y arduas negociaciones que había mantenido para casarla con el Delfín de Francia, Luis Augusto de Borbón. Pero el problema de María Antonieta no era su belleza, sino su educación. A los doce años apenas sabe escribir, su ortografía es mala, no siente interés por la lectura (ni nunca lo tendrá) y sus conocimientos de historia y literatura son casi nulos.

Nadie preparó a María Antonieta para el destino que le esperaba y a los doce, la infantil y despreocupada archiduquesa se enteró de que iba a ser reina de Francia. Al Delfín de Francia no le causó la misma impresión que a su abuelo. En el diario de caza en que sólo escribía sobre asuntos de importancia, hizo una breve anotación: “encuentro con la señora delfina”. Al verla la besó recatadamente en la mejilla sin el menor entusiasmo. La ociosa vida de María Antonieta en el trono de Francia se mezcla con el aburrimiento. En las cartas a su madre lamenta que su vida matrimonial no sea satisfactoria, aunque reconoce que tiene a su lado a un esposo que paga sus facturas y respeta sus gustos. Para combatir su frustración se deja llevar por el frenesí de las compras y caros caprichos.

En febrero de 1787 es abucheada por primera vez en la ópera y al regreso al palacio se muestra “angustiada y muy afectada”. Ante la impopularidad que sufre, las autoridades que velan por su seguridad le recomiendan que durante un tiempo no viaje a París porque puede sufrir un atentado. El país está sumido en la bancarrota y la situación se hace insostenible. Lejos de hundirse, saca fuerzas para seguir defendiendo la corona. Sin embargo, tras la fuga de Varennes, Luis XVI fue depuesto, la monarquía abolida el 21 de septiembre de 1792 y la familia real encarcelada en la torre del Temple. Nueve meses después de la ejecución de su marido, María Antonieta fue juzgada, condenada por traición y guillotinada el 16 de octubre de 1793.

Cristina de Suecia: indomable

Cristina no era agraciada, pero eso no le importaba. Era un poco contrahecha, de contextura gruesa y estatura más bien corta. Poseía un temperamento fuerte, inquieto y vivaz, así como una gran energía física. Los llamados quehaceres femeninos no le atraían, tampoco los lujos, joyas o ropajes. Prefería vestir ropas simples y cómodas, y especialmente vestir ropas de hombre. Por esto y por su relación íntima con su prima Ebbe se deduce que era lesbiana, si bien en el siglo XVII este concepto no estaba científicamente desarrollado. Cumplidos los 16 años, Cristina comenzó a asistir a las reuniones del Consejo del Reino, demostrando su conocimiento de las leyes y la administración del reino sin inconvenientes. A los 18 años cumplió la mayoría de edad y asumió el cargo de soberana, reemplazando gradualmente al canciller Oxenstierna en sus funciones.

Cuando anunció que no contraería matrimonio alguno tampoco ofreció motivos. Unos años después comunicó al Consejo del Reino, y a todos los principales, su decisión de abdicar a la corona. No dio explicaciones, pero dijo "que con el tiempo se entenderían sus motivos”. La última década de su vida estuvo marcada por las dificultades económicas. Sus ingresos se vieron mermados por el estado de guerra en Suecia. Algún tiempo antes de su muerte, un visitante francés escribió una descripción de Cristina:

“Tiene más de sesenta años de edad, decididamente pequeña, muy robusta y rechoncha. Su piel, voz y facciones son masculinas: nariz grande, grandes ojos azules, cejas rubias, una doble barba con vello y un levemente prominente labio inferior. Su cabello es castaño claro, un palmo de largo, empolvado y sin peinar. Su expresión es amistosa y sus modales muy obsequiosos. Su indumentaria se compone de una chaqueta masculina ajustada, de satín negro, que le alcanza las rodillas y abotonada en el frente. Usa una falda negra corta que muestra su calzado masculino. Una gran cinta negra ocupa el lugar del pañuelo al cuello. Un cinturón sobre su chaqueta le ajusta el vientre, haciendo más notoria su redondez”.

Eugenia de Montijo: trágico destino

Oriunda de Granada, Eugenia fue enviada a Francia en 1835 para estudiar en el Convento del Sagrado Corazón, pero no sería hasta 1849 cuando, en una recepción en el Palacio del Elíseo, conoció a Napoleón III, con quien más tarde se casaría. Después del nacimiento de su hijo, el príncipe imperial, Eugenia decidió tomar parte activa en la política del Segundo Imperio. Ferviente católica, se opuso a la política de su marido en lo tocante a Italia y secundó las desafortunadas intervenciones exteriores del imperio. Por aquel entonces escribiría una premonitorias reflexiones: “Hago todo lo que puedo pero no me quieren. Soy una extranjera. Los franceses no se lo perdonan a sus soberanas… ¡Si supieran lo que haría para que me amaran de verdad! ¡Sólo el cariño de los pueblos puede pagar a los soberanos porque su vida es muy árida! ¡Si pudiesen dejar de llamarme la española! ¡La austríaca! ¡La española! Esas palabras son las que matan a una dinastía”.

Tras la caída del Segundo Imperio Francés, la familia se exilió a Inglaterra. A la muerte del emperador en 1873, Eugenia se retiró a una villa en Biarritz en la que vivió alejada de los asuntos de la política francesa. Su vida adquirió tintes de tragedia novelesca cuando su único hijo pereció en Sudáfrica (1879) a manos de los zulúes. Ya a los 94 años y durante una de sus visitas a España, la exemperatriz murió en el Palacio de Liria.

Victoria de Inglaterra: la viuda imperial

Tenía doce años cuando el obispo de Inglaterra consideró que había llegado el momento de informarla sobre el papel que el destino le tenía reservado. Su infancia fue austera y marcada por la monotonía, siempre rodeada de adultos. Nunca podía estar sola, ni jugar con otros niños de su edad. Se casó con su primo, el príncipe Alberto de Sajonia, y tras su muerte comenzó un luto riguroso durante el cual evitó aparecer en público. Como resultado de su aislamiento, el republicanismo ganó fuerza durante algún tiempo, pero en la segunda mitad de su reinado, su popularidad volvió a aumentar. Sin embargo, los intentos de asesinato se sucedieron.

Siguiendo una costumbre que mantuvo durante toda su viudez, Victoria pasó su última Navidad en Osborne House —que el príncipe Alberto había diseñado por sí mismo—, en la isla de Wight. El reumatismo de sus piernas le impedía andar y su visión estaba muy afectada. A principios de enero afirmó sentirse “mal y débil”, y a mediados de mes escribió en su diario que se encontraba “soñolienta (...) mareada y confusa”. Murió allí, debido al debilitamiento de su salud, el 22 de enero de 1901, con 81 años. En su lecho de muerte estaba acompañada por su hijo y futuro rey, Eduardo, y su nieto mayor, el emperador alemán Guillermo II.

Alejandra Romanov: la última zarina

En la noche del 16 de julio de 1918, la emperatriz escribió en su viejo diario: “Jugué a las cartas con Nicolás. A la cama. Quince grados”. Fue su último escrito antes de morir asesinada junto a su familia a manos de los bolcheviques, en el lúgubre sótano de la casa de Ipatiev donde se encontraban prisioneros. Un destino que su suegra María Feodorvna, ya vaticinó: “Mi pobre nuera no se da cuenta de que está arruinando la dinastía y a ella misma. Cree sinceramente en la santidad de este aventurero (Rasputín) y nosotros no podemos hacer nada para evitar la desgracia que, sin duda, llegará”.

A raíz del noviazgo de su hermana Isabel Fiódorovna Románova con el gran duque Sergio Aleksándrovich de Rusia, fue como conoció al futuro zar Nicolás II, con quien estableció una sólida e intensa relación sentimental que culminó cuando contrajo nupcias el 26 de noviembre de 1894, muy poco después de la muerte del zar Alejandro III. El pueblo ruso opinó que la nueva emperatriz había llegado detrás de un ataúd como un negro presagio. Al marchar su esposo al frente durante la Primera Guerra Mundial, asumió sola el gobierno efectivo de Rusia. No pudo hacer frente a las hincipientes crisis sociales y culturales, los nombramientos ministeriales que realizó resultaron infructuosos, y su condición de alemana la hizo impopular. Se opuso tenazmente a la idea de dotar al país de un régimen constitucional. Su postura frontal iba en contra de las corrientes bolcheviques.

La escritora y periodista Cristina Morató indagó en el lado más humano y menos conocido de seis reinas y emperatrices maltratadas por la historia: la emperatriz Sissi, María Antonieta, Cristina de Suecia, Eugenia de Montijo, Victoria de Inglaterra y Alejandra Romanov. A través de sus diarios personales y cartas familiares, Morató nos descubrió en 2014 en su libro Reinas Malditas (Plaza & Janés) a seis mujeres de carne y hueso que fueron obligadas a llevar sobre sus hombros la pesada carga de un imperio. Sus vidas, lejos de ser un romántico cuento de hadas, tienen en común la soledad, el desarraigo, la nostalgia, la falta de amor o el sufrimiento por no poder dar un heredero al trono.

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