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El filósofo proscrito del siglo XVII que explica el siglo XX (y el XXI)
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"AQUÍ YACE SPINOZA, ESCUPID SOBRE SU TUMBA"

El filósofo proscrito del siglo XVII que explica el siglo XX (y el XXI)

Pensador complejo, figura admirada y odiada, Baruch Spinoza (1632-1677) vivió tiempos convulsos, en los que supo navegar con una firmeza extraordinaria. Gabriel Albiac, (1950) catedrático de

Foto: Retrato del filósofo Baruch Spinoza elaborado por Franz Wulfhagen (1624–1670)
Retrato del filósofo Baruch Spinoza elaborado por Franz Wulfhagen (1624–1670)

Pensador complejo, figura admirada y odiada, Baruch Spinoza (1632-1677) vivió tiempos convulsos en los que supo navegar con una firmeza extraordinaria. Gabriel Albiac, (1950) catedrático de filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, trazó un espléndido recorrido sobre su vida y obra en La sinagoga vacía, dibujando con precisión el ambiente en el que su pensamiento creció, y detallando el entorno social que lo hizo posible. Con ese texto consiguió el Premio Nacional de Ensayo y ahora acaba de reeditarlo ampliado (Ed. Tecnos).

La aparición de un texto del “hereje” Uriel da Costa, que se creía desaparecido y que fue encontrado en una biblioteca del norte de Europa escondido en las tapas de otro libro, ha sido uno de los motivos que le han llevado a reactualizar una obra esencial para concoer a uno de esos pensadores ocultos que configuran esa línea subterránea de la filosofía que incluye a nombres como Maquiavelo o Marx, y cuya radicalidad queda demostrada por el epitafio que hicieron grabar sobre su lápida: “Escupid sobre esta tumba, aquí yace Spinoza”.

"¿Dónde están las hostias?"

La gran descripción que Albiac realiza del mundo "marrano" (nombre con el se que conocía a los conversos) no es gratuita, ya que sin conocer ese contexto no sería posible dar cuenta de la figura de Spinoza y de la radicalidad de su pensamiento. Baruch (Benedicto o Benito), nacido en Ámsterdam, hijo de judíos españoles, crece en una extraña atmósfera llena de temor y desconfianza, ya que los sefardíes, tras la expulsión de nuestro país, viven sumidos en una dinámica peculiar.

Desplazados hacia Portugal, viven una fase de transición, ya que se les fuerza a la conversión formal, pero siguen practicando el judaísmo de forma oculta. Emigrarán después a Ámsterdam (conocida entre ellos como la 'Jerusalén del norte'), donde se vivía una atmósfera extraordinaria de libertad religiosa, pero ese nuevo mundo no conseguirá que la comunidad pierda sus recelos, más al contrario. Como narra Albiac, continuaron viviendo en una atmósfera de clandestinidad, “como si no terminaran de asumir que podían profesar sus creencias sin ser perseguidos por ello. Hasta tal punto fue así que las autoridades holandesas, sospechando de tanta desconfianza, irrumpieron en una de sus celebraciones al grito de ‘¿Dónde están las hostias?’, pensando que se iban a encontrar una reunión de conspiradores católicos (su gran enemigo entonces era la monarquía española). Lo que encontraron fue un montón de judíos celebrando el Kippur, con lo que se disculparon y se marcharon”.

La paradoja de la tolerancia

A partir de aquel esperpéntico momento, la mentalidad de los "marranos" se transformó y su integración se aceleró. Ya no vivirán más como una comunidad perseguida o simplemente tolerada, sino que serán miembros de pleno derecho de la vida social, política y económica de Ámsterdam. Sin embargo, los efectos de esa nueva vida en libertad conducirán sorpresivamente a lo que Leszek Kolakowski describió como la “paradoja de la tolerancia”, y que uno de los estudiosos más reconocidos de la obra de Spìnoza, Friedrich Pollock, sintetizó en la siguiente máxima: “Es rasgo común a la historia de la humanidad, y uno de los más tristes, que apenas una comunidad perseguida vea asegurada su libertad comience a convertirse, a su vez, en perseguidora”.

Tras siglo y medio en la clandestinidad, explica Albiac, los judíos sefardíes comenzarán a perseguirse, y ese siglo de permanentes conflictos internos dará lugar a posiciones peculiares, en ocasiones de una radicalidad sorprendente. La primera de ellas es la que conduce a la aparición de una corriente atea entre sus miembros, cuya caso más conocido es el de Uriel da Costa, ”quien se suicidó dejando un texto de un dramatismo extraordinario”, pero al que también acompañaron otras figuras relevantes, como Juan de Prado, “que formaban parte de esa segunda generación de sefardíes, ya nacidos en Holanda, a caballo entre el mundo de Ámsterdam y el judío”, y que fueron capaces de exponer perspectivas teóricas totalmente inusuales.

Pero ya que, como afirma Albiac, esa comunidad que vivía permanentemente entre el temor y la esperanza “sólo podía producir ateos o rabinos”, es lógico que diera cabida de un modo especialmente vivo a las tendencias mesiánicas. Y más aún cuando hablamos de un siglo que contenía el año 1666, el instante en que culminó esa tentación apocalíptica, “que está en todas las tradiciones religiosas de corte monoteísta". Las fantasías del regreso a la patria de las tribus de Israel, siempre presente en el imaginario judío, adquiere una dimensión sorprendente, “y muchísimos viajeros aseguran haber contemplado cómo se estaba produciendo el retorno real de los ejércitos de Israel, que avanzaban imparables hacia Jerusalén. Esas fantasías mesiánicas produjeron una verdadera hecatombe en el mundo judío”.

Expulsado, excomulgado, desterrado

Ese es el entorno en el que crece Spinoza, hecho de libertad de comercio y religiosa, de tensiones internas y de reinterpretaciones diversas de la palabra divina, y que se edifica a partir de un miedo (el de la clandestinidad) y una esperanza (la del regreso a casa, la del final de los padecimientos) exacerbados. El autor de la Ética es hijo de esa época, por lo que acomete la única empresa posible para un filósofo en ese momento histórico, “llevar a cabo una crítica de esa esperanza que ha llevado a la locura. Y eso es lo que hace Spinoza, combatir esas dos mistificaciones que llevan a la servidumbre humana, el miedo y la esperanza, que nos obligan a renunciar al presente a cambio de un futuro anhelado”.

Esa actitud crítica le convirtió en una pequeña figura en la ciudad, pero también en un nombre que no se debía mentar en público. A pesar de que el 27 de julio de 1656 fue excomulgado, expulsado de la comunidad judía y desterrado de la ciudad, su persecución no se detuvo ahí. La publicación anónima de su Tratado Teológico-Político catorce años después le granjeó nuevos y poderosos enemigos, hasta el punto que tomó la decisión de no volver a publicar más obras en vida.

La intensidad de la persecución sufrida por Spinoza, notable incluso para la época, es inteligible si se piensa en las consecuencias a las que abocaba su pensamiento. Spinoza, subraya Albiac, no sólo era peligroso para el siglo XVII, sino que lo es para el XXI. En primer lugar, “porque prescinde de cualquier idea de trascendencia y de salvación, al despersonalizar el concepto de dios e identificarlo con la infinita red de determinaciones causales”. Spinoza, además, es capaz de afirmar que “la función de las tradiciones religiosas ha sido siempre la de servir de elemento de consolidación de estructuras de poder concretas. Spinoza ha leído a Maquiavelo y sus comentarios a Tito Livio”, por lo que es plenamente consciente de cómo lo religioso es un arma utilizada por el gobernante para asentar su gobierno.

El bien y el mal no existen

Ateísmo y maquiavelismo: pocas líneas de pensamiento más despreciadas podía seguir un filósofo, lo que explica buena parte de las animadversiones que Spinoza generó. Sin embargo, su potencial para hacerse combatir no se agotaba ahí. Existían otros tantos puntos que resultaban abominables, para su época y probablemente para la nuestra. El primero de ellos es el de la ética entendida como mera potencia. Según Spinoza “Si los hombres fueran libres, no se formarían, en tanto siguieran siendo libres, ninguna idea sobre el bien o el mal”. Y no lo hay porque términos como bien o mal carecen de sentido excepto en lo que se refiere a un aumento o pérdida de potencia. Más propiamente podemos hablar de tristeza (cuando nuestra potencia disminuye) o de gozo (cuando se incrementa), pero nada más: el ser humano es puro y simple deseo, y deseo de permanencia, por lo que los dilemas éticos del humanismo carecen de todo sentido.

Esas ideas, apunta Albiac, fueron las que “provocaron que una mañana de 1724, Fichte se dirigiera a sus alumnos y pusiera en marcha la máquina de un sistema, el idealismo alemán, destinado a combatir a Spinoza y su pensamiento, que veía como peligrosísimo e inaceptable. Fichte percibió claramente cómo Spinoza pensaba que la subjetividad era construida por las estructuras materiales y frente a eso elaboró un idealismo trascendental que establecía finalidades en la historia. Pero esas ideas han demostrado dónde nos conducían: ellas son las que construyeron los primeros 45 años del siglo XX, y de ellas proceden sus tragedias. La precaria recuperación de Spinoza a partir de entonces tiene que ver con la necesidad de entender lo ocurrido, porque a su través podemos ver claramente cómo todos los errores acaecidos en ese periodo provienen de atribuir finalidades a la realidad y de tratar de dar sentido a la historia”.

La multitud es servil

En segundo lugar, en un mundo donde la ética es una física, la política no es más que una lucha de poder. Y dado que el individuo, por sí mismo, posee una potencia limitada, sólo puede encontrar su máxima expresión cuando suma su potencia a las de otros. Eso es lo que configura la siempre repetida tensión que enfrenta a los gobernantes con la multitud a la que gobiernan. Spinoza se adhiere a la visión de Maquiavelo según la cual “los fundamentos principales de un Estado son las buenas leyes y los buenos ejércitos y puesto que no puede haber buenas leyes donde no hay buenos ejércitos, conviene que donde haya buenos ejércitos existan también buenas leyes”.

Con esta perspectiva, y como algunos expertos en Spinoza han afirmado, caso de Warren Montag, se consigue que el gobierno satisfaga los intereses de la mayoría: al no querer ver reducida su potencia (ya que la multitud se opondría) el gobierno trata de dirigir la nave según el interés común. Pero, refuta Albiac, si algo nos ha enseñado el siglo XX, “es que dirigentes totalitarios como Hitler o Stalin pudieron gobernar contra su pueblo a partir de una serie de identificaciones simbóilcas que utilizaba para sojuzgarles. Spinoza, como Maquiavelo, no eran unos ingenuos a este respecto, estaban totalmente vacunados contra el sueño de una política racional”.

En este sentido, Albiac entiende que las tesis que encuentran en la multitud un concepto emancipador, como la de Toni Negri, no se ajustan al pensamiento de Spinoza, para quien “la muchedumbre aparece más bien como una figura que, privada de su padecer, deja de ser. En Spinoza, el concepto de multitud es todo menos unívoco, pero sí parece claro que sus ideas sobre la multitud se asemejan mucho a las que desarrollaba La Boétie en Sobre la servidumbre voluntaria”.

¿Cómo llevar una vida ética hoy?

El problema queda así planteado de una manera nítida. Porque si no hay bien o mal, más allá del aumento o disminución de la potencia, y no hay posibilidad de contrapoder en la sociedad, ya que la multitud, la única figura que podría ejercerlo, se halla sometida a su dominador, ¿cómo puede llevarse una vida ética, esto es, potente, hoy?

Para Albiac, sólo hay una respuesta posible, tanto en nuestro tiempo como en el siglo de Spinoza: “Una vida potente sólo se obtiene acumulando conocimiento. Todo lo que sea suplantar el conocimiento por las esperanzas, los anhelos y las ilusiones, que son una forma de delirio menor según Freud, es hacernos más siervos. Sólo hay una liberación, y es la del conocimiento, que no elimina las determinaciones, pero que te permite saber cómo actuar. Cuando sabes que si te tiras por la ventana no vas a volar, ser consciente de ello no va a evitar que te estrelles, pero sí te permite efectuar las actuaciones necesarias en función de lo que pretendas. Se trata de entender lo que ocurre”.

Pensador complejo, figura admirada y odiada, Baruch Spinoza (1632-1677) vivió tiempos convulsos en los que supo navegar con una firmeza extraordinaria. Gabriel Albiac, (1950) catedrático de filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, trazó un espléndido recorrido sobre su vida y obra en La sinagoga vacía, dibujando con precisión el ambiente en el que su pensamiento creció, y detallando el entorno social que lo hizo posible. Con ese texto consiguió el Premio Nacional de Ensayo y ahora acaba de reeditarlo ampliado (Ed. Tecnos).

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